miércoles, febrero 25, 2009

Durmiendo en el sofá (noches de blanco sartén)

Nunca creí que me mandarían a dormir al sofá. De veras, soy buena chica. Mi cama es amplia y acojedora, y encima la pago de mi bolsillo, así que aún en el caso de que me echaran, podría alegar mi derecho legítimo a mantenerme en mi territorio. O eso creía yo.

Todo empezó, como tantas otras cosas, de forma aparentemente inocua: al único superviviente de la fauna casera se le había hecho una pupa. El niño, agarrándolo con cuidado y trapo -puesto que el varano no destaca por su espíritu ecuánime, ni siquiera en su mejor momento, y tiene unos dientes que dan miedo-, fue a bañarlo.

Aquí va una pequeña anotación: habitualmente me ocupo yo de limpiar el baño, pero los últimos dos fines de semana me ha sido imposible por compromisos varios. Básicamente no hemos parado en casa, cosa que ha dado lugar a que en la bañera se generara una población de algas que haría que cualquier empleado de sanidad se rasgara las vestiduras por el desespero. Aclarado esto, decir que el niño limpió la herida del lagarto, que estaba algo infectada -siendo suaves-, en la bañera, mi bañera, léase la del cuarto de baño que tiene mi habitación, no en el común.

-¡Gatooo, meto al varano en la bañera, luego no te bañes hasta que lo limpie!

-¡Vale! -respondí yo, que estaba sentada en el susodicho sofá, no recuerdo si estudiando, bajando cosas muleramente o mirando al techo filosofando sobre la vida y milagros de la mota de polvo común. Poco duró la tranquilidad propia del limbo al que el agotamiento de trabajo, estudios y hogar me tiene sometida: Los aromas que empezaron a brotar del baño poco tenían que ver con campos en flor por la primavera, suponemos que por la mezcla de carne semiputrefacta de lagarto, algas de cortina de baño y pelos en el desagüe; en consecuencia, al nene se le ocurrió higienizar a lo bruto, con medio pote de lejía.

Jesús, María y José. No sé qué reacción química se produjo en aquel momento, pero el caso es que se generó Napalm, lo juro. No había quien entrara, ya no en el baño, sino en mi cuarto que es contiguo. Tuve que recuperar cepillo de dientes, del pelo y ropa para el día siguiente a lo comando, tapándome la cara, sin respirar y a todo correr. La ropa quedó repartida por el comedor a la espera de vestirse rápidamente el día siguiente, la mesa se convirtió en tocador para gafas y demás parafernalia, y yo acampé por allí. Lo gracioso del tema es que las persianas dieron su último suspiro hará una semana (llevamos desde que entramos en el piso pidiendo al propietario que las arregle, pero no nos hacen caso) y la iluminación exterior no permite precisamente acomodarse en el sueño de los justos. Para colmo, la puerta al balcón no cierra bien del todo, así que se nos cuela un revigorizante aire fresco de mar muy de agradecer...

En fin... por suerte el sofá es cómodo. Y quien no se consuela, está desconsolado.

P.D.: Quiero mi cama.