miércoles, julio 17, 2013

LA SANGRE DEL VOLCÁN, O EL AMOR COMO ENFERMEDAD

Alfonso Font es de esos autores que no necesitan presentación. Autor entre otros de Prisionero de las Estrellas o de Cuentos de un Futuro Imperfecto, conjuga un dibujo audaz y con mucho estilo (y de personajes femeninos tan interesantes como anatómicamente atractivas, los que le hayáis leído ya sabéis por qué), se aleja velozmente en dirección contraria a la crítica social de la España de ayer y de hoy tan practicadas por autores como Carlos Jiménez que casi ni parece español, en el mejor sentido de la palabra.

Ojo, soy una gran fan de Jiménez, desde su descarnado Paracuellos hasta su descacharrante (que no menos desgarrado en algunos momentos) Los Profesionales, pero Font es a mi parecer más europeo, más universal, menos enraizado en el conflictivo pasado de este país (pasado que seguimos arrastrando, para qué negarlo), y eso tiene su propio y particular atractivo. Vamos, que sin negar el valor de Martín Fierro, a mí me sigue gustando más el Aleph de Borges, y que me disculpen aquellos que creen que es mejor criticar lo que se vive de primera mano (cosa que requiere valor, sin duda, aparte de talento) que hacer indagaciones universales más abstractas. En mi humilde opinión, al César lo que es del César, y para contar una buena historia no sólo hace falta la crítica acerba de la realidad vivida, sino saber simplemente narrar.

Y Font, ahí donde lo ven, es un narrador estupendo, extraordinario en algunos momentos incluso. Su La Sangre del Volcán me fue definido por un gran amante del cómic como "un Corto Maltés heterosexual", cosa que me dió mucha risa pero leyéndolo entiendo el por qué de tal apreciación. Tan aventurero y soñador como el personaje de Hugo Pratt, carece por completo de amaneramientos poéticos o de la celebrada boa de plumas con la que se pasea nuestro marinero (casi) favorito por las en ocasiones excesivamente surrealistas historias de Pratt (y es que dudo que le perdone nunca la -en mi opinión- tomadura de pelo de Las Helvéticas). Corto puede lucir unas patillas de lobo de mar de categoría y enamorarse continuamente de las mujeres "del otro bando", como dice él mismo con mucha gracia, pero se le ve y se le verá siempre más interesado en sus amistades masculinas que en los deliciosamente estilizadas coprotagonistas de algunas de sus historias, aparte de lucir unos labios y un diseño que le hace fabulosamente ambiguo. Cosa que, a mi parecer, no es un descrédito para nada.

Rohner en cambio no parece para nada afeminado, pese a sus mejillas rubicundas y su amistad con Stevenson, con el que pasa tanto tiempo hablando como pasa, en solitario generalmente, corriendo sus ingeniosas aventuras. Este encantador canalla tiene un sentido del humor tan irónico como el de Corto, es tan apátrida como él, y se interesa bien poco por grandes ideales como nuestro Maltés favorito (ahora sí), aunque no tiene tantas frases geniales como él ("Voy, me hago matar y vuelvo" sigue siendo de mis favoritas, lo reconozco). No sé de que se haya publicado más del volumen que sacó Norma en su momento, y cuya portada encabeza este artículo, y en mi opinión es una lástima. Ignoro si es por falta de material original o de ventas en nuestro país, pero creo que es lo único que se sacó de Rohner. Así es la vida.

Personalmente no me acabó de interesar mucho Rohner en una primera lectura. No sé si tenía yo quince o dieciséis años, y un personaje tan poco delicado en más de un sentido (y lo terrible de la última historia del recopilatorio) no lo hacían muy apto para mis gustos de adolescente romanticona. Ahora, con los treinta más que bien cumplidos, releer las tres historias que tengo en mi haber ha sido un placer inesperado. Aunque las dos primeras son realmente buenas, la que roza lo espantoso y cae de lleno en lo genial es la tercera, que narra como nadie las visicitudes del amor como enfermedad mental.

A partir de ahora puede que caiga en espoilers, así que estáis avisados.

La trágica historia de un aventurero europeo, enamorado (o eso cree él) de una nativa polinesia, es una vuelta de tortilla al Romeo y Julieta, y ni digo ya a la cantidad de historias colonialistas con bella indígena perdidamente enamorada del colonizador superior a ella en todos los sentidos y, sobre todo, blanco. A mí el macho alfa conquistador me toca tanto la moral como la femme fatale o la actual tendencia de la novelita romántica actual (a Cincuenta sombras y sus cientos de cachondas lectoras me remito) a la mujer sumisita y tirando a mema usada de alfombra por el hombre rico, traumado y necesitado de amor; señor, cómprese un perro.

Como bien le dice la princesa al "heroe" que acaba de salvarle la vida, él tiene un propósito bien claro: acostarse con ella. Punto. Si ella hubiese cedido a él, ¿en qué habría acabado la historia? En una más de cientos, aventurita extramatrimonial de aventurero en las islas, y luego paz y después gloria, o Madame Butterfly con las tetas al aire y flores en el pelo, que tanto da. En vez de eso, ella se niega a caer en la ignominia de un matrimonio con un hombre que ni le interesa, ni es de su sociedad, ni de su nivel social (a su parecer de ella, ojo), y le hace todas las judiadas posibles, para acabar amenazándole de muerte cuando él se revuelve ante la última y más terrible de ellas. Si es que hay hombres que no tienen ningún sentido del humor cuando se trata de soportar dolores terribles durante un mes por el bien de la mujer amada, oiga...

El final de este pobre desgraciado es abrupto, cruel, y el único posible. Casado, con una familia encantadora, un nivel social bastante bueno, y una cultura refinada, se le va completamente la cabeza debido a la obsesión que siente por esta damisela tan alejada de sus parámetros sociales. Aquí el amor no es un hecho trágico, sino que cae directamente en los abismos de lo patético, ya que no sólo no es correspondido, sino que parece tratarse de una mera obsesión que crece hasta devorar todo lo demás. Léase, una enfermedad mental, no un sano toma y daca, ni siquiera un clásico amor-dolor de los trovadores, a los cuáles no veo enfrentándose a una belle-dame-sans-merci que se trajine a tres buenorros delante de su doliente enamorado para quitarle la tontería de la cabeza. Y es que se supone que la dama lejana es casta, ¿sabe usted? En este caso, para nada.

Lamentablemente, aunque ella es cruel hasta decir basta, puedo empatizar más con la dama que con el enamorado. Ese tipo de obsesión malsana de él es espantosa, y aunque él sufre lo indecible para estar con ella, dado todo lo que está dispuesto a sacrificar y lo poco que valora lo que tiene, llega a retratar una decadencia emocional y mental que asusta aún más que la indiferencia de ella. La actitud de la princesa, dentro de la sociedad en la que se mueve, es comprensible; la de él es simplemente enfermiza.

Vamos, que nos enfrentamos, a mi parecer, a una historia en la que no se habla de amor como relación, sino al amor como enfermedad mental. Algo admirable, espantoso y dantesco por sí mismo, y que tiene el final sin concesiones que se veía venir desde buen principio. Porque Font, como los buenos narradores, no tiene necesidad de engañar al lector para engancharle, así que la historia termina como tiene que terminar, con un cruel golpe de efecto que liga todo con la implacabilidad de un pathos griego. Y es que el exceso, sea en lo que sea, es malo; en este caso, el exceso es por sí mismo el protagonista indiscutible de La Sangre del Volcán.

¿Qué puedo decir? Bravo, señor Font.

lunes, julio 15, 2013

Y un poquito de Changeling (para variar)

Como siempre, me lío con otras actividades y me olvido de este blog... No porque no se me ocurran cosas para escribir, sino porque muchas veces se me ocurren mientras ando por la calle, o estoy en el trabajo (momento poco apropiado donde los haya), o cuidando a mi peque.

Pero bueno, como últimamente tengo un poco de subidón Changeling (visto que tuve bajón de 5A, y que ahora no encuentro a mi partner para seguir con ello cuando empieza a asomar tímidamente la oreja la inspiración), ahí van mis dos últimas obras relacionadas con el tema: un sidhe y su bella esposa sluagh. Sí, no es un contrasentido, va en serio xD


Como notas curiosas, decir que el nombre del feudo de él (Duque Ashes de Ashenfell, Casa Eiluned) viene de pasarme demasiadas horas releyéndome la versión original de Doneval, Giftwish. Una novela teóricamene infantil pero que en mi opinión puedes releerte mil veces, junto con su secuela Favila/Catchfire, debido al uso de simbolismos constantes y que harán las delicias a aquellos que hayan estudiado ni que sea por encima el tema. Es que el autor es profesor de Filosofía,  y se nota. Pocas veces he encontrado una teoría sobre la magia tan convincente como en estas novelas.

Pero volviendo a Changeling, ahí están la parejita en apuros. No sabría deciros cuál de los dos es más rescatable, si el Gran Duque o la Princesita...