domingo, septiembre 27, 2009

EL DESEO DE EKAVIR (relato)

-¿A dónde has ido? -preguntó el Rajá a su esposa la reina Vinamra.

Ella sonrió con cortesía y modestia, bajando los ojos ante la presencia de su marido, contestando con una voz tan suave como la de él era potente y regia:

-Al templo, a rezar a los dioses.

-¿Qué les has pedido? -inquirió él, curioso. Rara vez la reina dejaba sus estancias para ir al exterior, y aquello desataba su interés. Pero de nuevo ella dirigió su vista al suelo, contestando humildemente:

-Eso, mi señor, es entre tu esposa y los devi. Perdona mi desobediencia -le hizo una profunda inclinación.

Ekavir sintió una punta de diversión. Era la primera vez que Vinamra le desobedecía, y era algo tan pequeño como negarle la verdad de sus oraciones. Sin embargo, aquello parecía velar el corazón de la mujer con misterio, haciéndola aún más bella, femenina y deseable...

Ella se acercó, sin más ruido que el roce de la seda contra su cuerpo al deslizarse sobre sus piernas. El Rajá alargó la mano y la tomó de la cintura.

-Me niegas tus plegarias -dijo con voz ronca-, pero no me negarás nada más esta noche.

Ella alzó por fin los ojos, de color castaño y tan límpidos como los de una gacela.

-No, mi señor -susurró, dibujándose en sus labios jugosos una sonrisa llena de timidez, casi impropia en una mujer de su edad, y una reina para más señas.

Ekavir respiró hondo. Aquello no hacía más que azuzarle...

***

Casi amanecía. Ekavir se incorporó en su lecho de caoba y sándalo para contemplar a la mujer que yacía a su lado. Vencida por los placeres de la noche, Vinamra dormía al fin, el fino cabello enredado, la piel sudorosa, los sensuales labios entreabiertos. No sintió deseo de despertarla: una vez la lujuria aplacada, lo único que le apetecía era observar los suaves movimientos de su pecho.

Ella apenas se removía. Hubiese parecido muerta, de no ser por la lozanía de sus mejillas. Una ráfaga de aire pareció soplarle en el cuello ante aquellos pensamientos. Ekavir frunció el ceño, molesto y conteniendo un escalofrío supersticioso. No, ella era suya y la habría robado a la propia Kali.

Se alzó en silencio para dirigirse al baño de mármol lleno de pétalos de rosas. Se sumergió en las tibias aguas, dejando que el ardor de su espíritu confortara a la frialdad de su cuerpo.

Había deseado a Vinamra desde la primera vez que posara los ojos sobre ella. Su largo cuello, sus labios como un capullo de rosa, su nariz firme, sus ojos de gacela, su cuerpo lleno y vibrante de vida... En aquel instante hubiese podido matar a su padre, que tendía con sonrisa de depredador su mano a la novia temerosa vestida de rojo. Entre los velos, ella había parecido perdida y tímida, recatada y temblorosa. Ekavir hubiese querido saltar sobre ella como el tigre del que llevaba el nombre. A su oído, un viejo cortesano arrugado y de mala fama había susurrado: paciencia.

Y él había tenido paciencia. Había esperado diez largos años, abrasando con su mirada de tigre a la esposa de su padre, que siempre bajaba los ojos ante él y hablaba con voz suave y pausada. Las pocas veces que habían conversado, siempre en presencia de criados y esclavos, ella había sido tan mesurada y digna que la lujuria de él se había encendido cada vez más, en vez de apagarse. La hubiese atado a la cama con sedas y hubiese hecho desaparecer toda su modestia con pasión desenfrenada, pero en vez de eso aguardó como hijo obediente.

Hasta que llegó la hora en que el viejo murió, y por fin dejó de estorbarle.

Recordaba los llantos de las mujeres, y cómo cada esposa y concubina suya fueron en lenta procesión a la pira funeraria. Todas, menos una: él apretó el brazo de Vinamra cuando la vio pasar a su lado, pálida y aterrada pero con rasgos serenos, despidiéndose de su hija. La aferró con tal fuerza que sus dedos quedaron marcados en la delicada extremidad, y la arrastró tras él. La arrojó sobre un lecho de almohadas y atrancó la puerta. La mujer estaba demasiado atónita como para gritar siquiera. Él sonrió, y supo que ella era suya.

La pequeña niña, su hermanastra, no era más que una molestia, así que aprovechó que madre e hija se habian despedido ya para entregarla en matrimonio a un consejero de su padre. El hombre, del que se decía que ocultaba las manos porque estaban deformadas por sus tratos con criaturas infames, aceptó a la niña sin rechistar, aunque sin interés. Devangi no tenía más que diez años, y era poco más que una chiquilla pálida de ojos muy grandes y expresión solemne. Mientras que su madre mostraba con sus pupilas expresivas todo cuanto su comedido rostro ocultaba, la niña parecía tan reservada e indiferente cual pedazo de cristal: al mirar sus iris verdes sólo se veía reflejado al interlocutor, como en un espejo. Ekavir sintió un cierto disgusto ante ella, así que la alejó de su vista antes de tomar a aquella que había estado acechando.

Se casaron y la tomó. El asco y furia le acometían al pensar que su padre había gozado aquellas carnes prietas antes que él, y en ocasiones su deseo era casi brutal. Ella no lloraba, sino que cedía a sus abrazos y gemía con voz dulce a su oído. Los primeros meses estuvo como embriagado de ella, y su descuido casi provoca un desastre: en las fronteras se rumoreaba que el hijo no era digno del padre, y que una mujer le enturbiaba las sienes. Fue a la guerra para demostrar que era mejor que su progenitor en el campo de batalla lo mismo que entre perfumadas sábanas; y sus súbditos le temieron, los reinos vecinos temblaron y la gente calló al oír sus pasos.

Largo tiempo pasó antes de que regresara a la corte, no como hijo del rey sino como el Rajá Khan, el Tigre Coronado. Su esposa le aguardaba con agua de rosas en los dedos y mirra en el cabello, con henna en las manos y khol en los párpados. Sus ojos líquidos de cierva hicieron que su ardor de nuevo se desviara de la espada a la cama, y no la dejó dormir durante varias noches. Al transcurrir éstas, fue más clemente de lo que había previsto con sus enemigos. Por suerte, el viejo y arrugado consejero le murmuraba al oído, y su corazón no se reblandeció en exceso.

La llegada de su primogénito, Ishayu, le llenó de gozo. El pequeño tenía los ojos de su padre y su coraje, pero también la caballerosidad de un noble. El Khan sospechaba que la mano tierna de su madre se escondía tras algunas de las acciones de su hijo. Sin embargo, el niño no era cobarde ni mimado, y el corazón de su padre se henchía de orgullo al contemplar la admiración que brillaba en su rostro cuando le contaba sus hazañas más sangrientas. Vinamra bajaba los ojos y escuchaba en silencio, con una sonrisa llena de melancolía. ¿Y qué esperaba? Un hijo debe apartarse de su madre; un niño debe convertirse en hombre y en guerrero. Cuanto menos se ablandara entre las caricias y los dulces, mejor.

Así le habían educado a él, y le había ido muy bien.

Los años transcurrían entre el gobierno y la guerra, entre espadas y sedas, entre suspiros de placer y aullidos de cólera.

Un día, se acercó el viejo consejero que tanto le ayudara, y le quiso mostrar algo a solas. Le llevó a una torre en la que nadie entraba jamás salvo él mismo, y en un espejo le mostró una joya incomparable que le cortó el aliento y le alborotó la sangre.

Medio lustro había transcurrido, y la pequeña Devangi ya no era ninguna niña. Su piel era más blanca que la de su madre, ya que nunca se mostraba fuera del palacio en la que habitaba el hechicero al que la habían casado, sus labios eran rojos como una herida en medio del rostro, su cabello negro y largo como las horas de desespero en la más oscura de las noches. Su cintura era fina, sus pechos estaban llenos y firmes, sus caderas rebosantes de fuerza y sensualidad. Su belleza era terrible como la de una tempestad de arena en el desierto, dolorosa como una cuchillada, inexorable como el abismo. No podía haber en el mundo mujer más bella que aquella joven de ojos verdes cual gato, de mirada pensativa y solemne, de movimientos fluídos cual bailarina sagrada.

Un velo rojo le enturbió la vista. El anciano murmuraba a sus oídos: ¿Acaso no era él el Rajá Khan? ¿Acaso no merecía lo mejor? ¿Acaso debía conformarse con una mujer ya madura, cuando su hija la hacía palidecer como la luna empequeñece a las estrellas...?

Él era el Rajá, sí, y nada ni nadie le sería negado. Devangi sería suya. Su sangre era noble, su casta la más alta, y por derecho le pertenecía. El viejo sabio sonrió, complacido al ver que el rey era, sin lugar a dudas, un hombre, y como tal la visión de aquella criatura divina le hacía obrar en consecuencia. ¿Quién sabía qué rumores habría rondando sobre el Khan, sobre su estupidez al dejar escapar tanta perfección? Bien, ahora callarían, y el anciano sería recompensado por ello. Le indicó que no sería reticente a tomar a la joven si enviudaba, dejando bien claros sus deseos. El consejero se inclinó profunda y humildemente.

Una semana más tarde, el marido brujo de Devangi había muerto.

Pero nadie supo dónde estaba la joven, que parecía haber muerto en la pira que el hechicero hiciera de su hogar y sus pertenencias. Los guardias no supieron encontrarla ni viva ni muerta, y sólo el espejo mágico del consejero indicaba que la diosa hecha carne continuaba respirando bajo el sol.

jueves, septiembre 10, 2009

LA ORACIÓN DE VINAMRA (relato)

La foto no es mía, pero me pareció perfecta para el relato... Para ver el original de indianartsupporter en Deviantart, clicar AQUÍ

Vinamra (modesta) era hermosa, tanto como para haber desafiado el destino una vez. Por eso sabía que, si su hija era aún más hermosa, era capaz de torcer su suerte de nuevo.

Una vez, Vinamra había sido la esposa de un Rajá. El hombre había tenido ya hijos, pero había sentido pasión por la bella joven, que en aquel momento no tenía más que quince años. Juntos habían traído al mundo a la más preciosa de las criaturas, la pequeña Devangi, a la que había llamado así porque era como una diminuta diosa...

Los pies de Vinamra apenas hacían ruido al rozar el suelo de piedra cubierto de pétalos de flores del templo. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Al morir el Rajá, un hombre de avanzada edad, ella debería haber sido recluída en la mansión de las viudas o sufrir el ser quemada en vida; pero el heredero, un hombre ya, mayor que la propia Vinamra, había decidido contrariar la tradición. Nada se oponía a sus deseos. La gente del pueblo lo conocía como el Rajá Khan, porque era hermoso, fiero e imprevisible como un tigre. Su nombre real era Ekavir, el valiente entre los valientes, y resultaba tan apropiado que aterraba.

Ella había estado tan agradecida por poder salvar la vida... aunque el deseo de Ekavir era terrible como una cascada en el deshielo, implacable como las montañas peladas en invierno, severo como el ceño de la tormenta, algo en él había hecho que el corazón de la joven viuda latiera.

La separaron de su pequeña hija de diez años y la obligaron a compartir el lecho de aquel hombre, pero nada importaba sino que seguía viva. La culpabilidad le roía el corazón por haber pagado su vida con la libertad de su pequeña, pero se consolaba diciéndose que ninguna mujer era realmente libre en la tierra de los diez mil dioses. ¿Qué más daba si había sido entregada en matrimonio más joven que la mayoría? No era un caso único. Y viviría, lo mismo que ella, para crecer y hacerse bella y fuerte.

Ah, si lo hubiese sabido...

Vinamra juntó las manos en saludo, y se centró en la plegaria.

"Kamadeva y Rati, dadme la fuerza de vuestro ardor para que mi pasión nunca se apague y el Raja no desvíe su mirada de mí.

Krishna y Radha, dadme vuestra fidelidad y amor perdurable.

Ganesha el compasivo, hijo del poderoso Shiva, ten piedad de mí.

Deliciosa Parvati, seductora del terrible y bello asceta Shiva, tú sobre todas las diosas sabes lo que siento... dame tu brillo, no dejes que pierda el favor del Rajá
."

Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, emborronando su visión. Deseaba y temía rezar por su hija, que se había fugado al morir su esposo quizás temiendo la hoguera. Mientras la pequeña huyera, sin embargo, ella estaría a salvo una vez más.

¿Qué sería de ella si el Rajá Ekavir lograba capturar a la fugitiva? Su propia hija, viuda a los quince años, tan pequeña y joven... tan hermosa como para hacer que el Rajá decidiera acabar con Vinamra para tomarla como reina a su lado.

"Mi pequeña, mi niña resplandeciente, ¿qué será de las dos...? Corre, mi niña, que no te atrapen en el lazo de la cautividad, que no te devuelvan a tu medio hermano... O tu hermanastro también lo sufrirá..."

Su corazón se encogió en el pecho. El pequeño...

¿Qué sería de él si su hermana caía en manos de su padre? Si una nueva reina tomaba el lugar de la primera, si la hija substituía en el trono a la madre, poco espacio habría para un heredero que podría ser proclamado bastardo.

Vinamra apretó las manos en su regazo, de rodillas. Se secó las lágrimas con la punta de seda bordada del sari y alzó la mirada hacia las pequeñas y danzantes figuras de los dioses, con sus impenetrables sonrisas. ¿Sería su destino el de perecer por el deseo del mismo hombre que la salvara, sería su belleza su salvación y luego su condena la de su hija...? Los dioses no podían ser tan crueles. No, no podían permitir que un hombre condenara a muerte a su propio hijo por una muchacha a la que ni siquiera había visto en persona una vez.

Ella tenía fe. Sonrió débilmente.

Los dioses la ayudarían.

Ishayu (lleno de fuerza), hijo de Ekavir, no debía morir. El heredero del trono de su padre, hijo de la esposa de su abuelo...

miércoles, septiembre 09, 2009

ESTATUTOS DE LA FRATERNIDAD DE LA COSTA


No, no estoy tremendamente aburrida. Tampoco estaba con ganas de practicar caligrafía. Ni siquiera me apetecía probar una tinta nueva... de hecho la compré en exclusiva para la ocasión.

Lo cierto es que tenía enormes ganas de jugar una partida de 7ºMar (juego ErrolFlintesco donde los haya) caracterizada, bebiendo ron (cremat), disfrazados de piratas y leyendo los estatutos en la ceremonia de iniciación, como toca... Ya sabéis, para dar ambientillo.

En el juego pone que los Estatutos piratas tienen que firmarse en sangre. No soy tan friki como para hacerlo literalmente con sangre (primero que eso de cortarse duele, y segundo... seguro que oxida la plumilla), así que hubo que buscar sustituto. Y esta tinta era del color perfecto, aunque tiene un pequeño detalle aromático... No veais las risas cuando huelo el "pergamino": tiene aroma a café (usado para envejecer el papel y darle el color) y a rosas (la tinta roja se llama Je t'aime, y está perfumada).

Para que luego digan del olor a salitre. Ja.

¿Serían piratas de Montaigne?

domingo, septiembre 06, 2009

ANTES Y DESPUÉS

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Antes

DESPUÉS