Hace algunos días me contaba una amiga que tenía uno de esos dolores inexplicables y contundentes, que te dejan malhumorada y no te permiten dormir siquiera. Cuando te cuentan estas cosas emites los ruidos típicos, puesto que, lamentablemente, ninguna palabra sirve lo que un analgésico, prestas el hombro y haces lo posible por distraer a la persona, que es relativamente poco.
Tras un fin de semana en que creo que apenas uno de mis conocidos no ha tenido alguna queja, y me refiero a problemas serios, de salud o de familia, me desperté el lunes pensando: ésta es la mía. Y tanto que lo era, como diría Sabina (la del tacón de aguja era Maruja). Porque me desperté con la peor tortícolis de mi vida, y he sufrido alguna que otra.
Un día más tarde sigo igual, con la cabeza erguida en ademán desdeñoso y sentándome rectísima porque al más mínimo movimiento la punzada es digna de los equipos de tortura medieval de la Santa Inquisición. Ahora mismo serviría como ejemplo práctico del clásico manual de señoritas decimonónico. No sería tan desagradable de no ser porque ni calmantes, ni relajantes musculares parecen tener otro resultado que dejarme grogui, como perfecta figurante de una película de
Romero.
Lo peor de todo es dormir cinco horas (el rato que hacen efecto las drogas) y dar un brinco en la cama cuando la espalda protesta. En fin... Las novelas hacen mucha compañía, y doy gracias por no tener que ir a la oficina con semejante tortura física. Parezco una mezcla de Robocop rígido y zombie mentalmente impedido.
Así que nada. Tenía ganas de quejarme. Sin novedad en el frente. Y digo frente porque soy incapaz de mirar a los lados...