LOS MUERTOS NO TIENEN NOMBRE
(una historia de amor como otra cualquiera)

“Pido perdón al azar por llamarlo necesidad.
Pido perdón a la necesidad por si me equivoco.
Que no se enoje la suerte por apropiármela.
Que no me reprochen los muertos la palidez de mis recuerdos”.
Hacía calor y estaba sentada en el banco. Gentes enlutadas o con ropas elegantes y poco vistosas –cosa que ella aprobaba más, el luto le parecía una exhibición del dolor innecesaria- paseaban con sus ramos de flores por el cementerio. Aún en este tiempo sin esperanzas la gente tenía un momento para el pesar, para la pérdida, para el recuerdo.
Ella les miraba pasar, sin decir palabra. Sólo miraba.
“Pido perdón al tiempo por la multiplicidad del mundo desapercibida en un instante...”
Cientos de personas caminaban en un desfile que no terminaría hasta el anochecer, dejando por un instante sus vidas de lado para ofrecer un detalle, un día, a la memoria de aquellos que no volverían. El resto del año era para ellos. Ella aprobaba eso también.
Había traído su propio ramo. Rosas rojas, por un amor que no desaparecería nunca. Por una pasión que la distancia no borraba. Por un alma que acariciaba en sueños a otra alma torturada y distante.
“Pido perdón a mi viejo amor por ser el nuevo el primero”.
El nudo en su garganta no desaparecería nunca. Había deberes, una casa que mantener, unos niños a los que cuidar, un marido querido. Toda una vida nueva. La vieja hubiese debido desvanecerse para dejar paso a la nueva. Eso era lo correcto. Dejar que la vida te atropelle no es una opción; hay que seguir adelante siempre. Una nueva vida.
“Pido perdón a quienes claman desde el abismo por mis discos de minué.
Pido perdón a la gente de las estaciones por mi sueño de madrugada.
Excúsame, esperanza acosada, por reír de vez en cuando.
Excusadme, desiertos, por no acudir corriendo con una cucharada de agua.”
Cerró los ojos. Podía recordarle hoy todo el día. Podía quedarse en aquel cementerio y rememorar, como hacían todos. Su dolor hoy podía arroparla y acallar todo el resto, el fragor constante de una existencia cotidiana a la que se consagraba en cuerpo y alma el resto del tiempo.
“Disculpad, guerras lejanas, las flores que hay en mi casa.
Disculpad, heridas abiertas, que me pinche un dedo”.
Acarició en silencio los pétalos y pensó en la tumba arrasada de su viejo amor. Su amado. Sus alas. Todo cuanto podía haber soñado en una ocasión. Ahora...
Ahora sólo quedaba el viento.
-Me gustaba volar contigo. Te echo tanto de menos...
“Verdad, no te fijes demasiado en mí.
Seriedad, sé conmigo magnánima.
Resiste, misterio del ser, si deshilacho tu traje.
No me acuses, alma, de tenerte poco”.
Alzó la mirada de nuevo, fijándose en todos aquellos peregrinos de un día que caminaban entre muertos prodigándose apenas en el recuerdo. ¿Quién era ella para juzgarles?
“Pido perdón a todo por no poder estar en todas partes.
Pido perdón a todos por no saber ser cada uno y cada una.
Sé que nada me justificará mientras viva,
Porque yo misma soy mi propio obstáculo”.
Recorrió el cementerio con la mirada. Tantas tumbas olvidadas, que nadie adornaba con ramos ni lágrimas. Miró su ofrenda inútil, por un alma que no estaba allí, por una tumba desaparecida, por un nombre que ella recordaba en una multiplicidad aparentemente caótica.
Se levantó del banco y se acercó a las tumbas abandonadas. Lentamente deshojó cada rosa, dejando un rastro de pétalos sobre los muertos sin nombre, sobre los grandes olvidados, sobre las víctimas de la eternidad inexorable. No podía dar ese homenaje a todos.
-Te querré para siempre –murmuró, sabiendo que nadie la oía.
“No te ofendas conmigo, lenguaje, por tomar en préstamo palabras patéticas
y esforzarme luego para que parezcan ligeras”.
El poema es "Bajo un solo lucero", de la poetisa polaca Wisława Szymborska. Otros links a poesías suyas (traducciones de Abel A.Murcia) aquí, a una entrevista aquí
y para más información sobre su vida y obra, aquí.