(Y ahí va la continuación de La Oración de Vinamra. Espero que os guste).
Se dice que tu existencia te pasa por delante de los ojos cuando estás a punto de morir. Dhir Sushant, como se hacía llamar el consejero, siempre se había burlado de tales tópicos. Al fin y al cabo, su vida llevaba desde hacía una eternidad jugando a realizar extrañas piruetas, llenando sus momentos de dejà vus y premoniciones. Cada día era para él prácticamente como recordar visiones y sueños.
Casi se alegraba de haber llegado al final, y que todas aquellas memorias del futuro dejaran de atormentarle, quitando sabor a las alegrías y sorpresas, y amargando con temor los instantes previos a la catástrofe.
Se sentó con rigidez en un asiento, cerrando los ojos brevemente. El veneno corría por sus venas, y pronto acabaría con él tal y como hiciera con la bella Charusheela, su amante. A los lejos resonaban los pasos de su esposa, alejándose por un estrecho pasillo del castillo que compartieran y que pronto pasaría a ser pira ardiente. No pensaba dejar a su rival nada de su sabiduría, ninguno de sus libros y apuntes, nada de sus estudios e investigaciones que pudiese malograr y pervertir. Se miró las manos, deformes y escamosas. No temía a la muerte que se aproximaba. Hacía ya tiempo que sabía que no pasaría de aquel verano. Sólo lamentaba que aquello hubiese costado la vida de una mujer aún joven y vibrante.
Pero al menos, su cónyuge Devangi estaría a salvo por el momento, y lo más importante de su magia y su saber le rodeaba las caderas, bordado en los velos de su falda. Si bien no amaba a la joven, sí sentía cierto orgullo por ella, y un placer burlón al pensar que de su cintura pendían secretos por los que Ehimay, el consejero del nuevo Rajá, había matado...
Hacía mucho que Ehimay codiciaba su saber. Dhir Sushant lo había sabido, lo mismo que había sabido cuándo llegaría su hora. Era difícil tomar desprevenido a un clarividente. Eso no quitaba que hubiese estado indefenso ante los lentos pasos de araña que el otro daba, tejiendo su tela de intrigas y deseos ajenos para llegar a devorar a su presa inmovilizada por los hilos de las apariencias y las maniobras que le habían dejado sin favores en la corte. Puede que Ehimay fuese una rata sarnosa, ambiciosa y asesina, pero no se le podía negar la habilidad política. Había sabido endulzar sus consejos ponzoñosos, cuidadosamente susurrados a los oídos del Rajá, hasta lograr de él que se plegara a su voluntad de la forma más sutil e imperceptible.
Cuando le habían obligado a tomar por esposa a Devangi, una niña de diez años, decir que se había sentido indiferente hubiese sido poco. Poco interés sentía por las doncellas que aún no habían desarrollado sus cuerpos y mentes. La pequeña, para colmo, le temía, algo que alejaba de él cualquier interés erótico que hubiese podido sentir. Le había encargado las tareas de la casa, ya que algunos de los objetos de su laboratorio no debían ser tocados salvo por las manos más delicadas, le había prohibido salir del palacio en el que habitaba ahora que había muerto el anterior Rajá, al que había aconsejado frecuentemente y que al perecer le había dejado sin posición en los círculos de gobierno, y había hecho todo lo posible por olvidar su presencia.
En las ocasiones en que la sangre le bullía y necesitaba la caricia de una piel femenina, iba a visitar a una bella dama llamada Charusheela, una cuñada del Rajá. La mujer no sentía repulsa por sus deformidades, sino más bien una morbosa fascinación que le había hecho coquetear con él mucho tiempo antes de que el sabio perdiese su lugar en la corte. Sin embargo, el perder el favor real no le había retirado el de la noble, que gozaba en la seducción de aquel hombre aparentemente saciado de placeres terrenales. Decir que se amaban tal vez fuese desproporcionado, pero ambos arriesgaban sus vidas en aquellos encuentros que, de haber sido descubiertos por el obeso esposo de ella, hubiesen provocado la muerte de ambos. El saberlo no parecía haber hecho otra cosa que espolear su mutuo deseo, la necesidad de él de enredar sus reptilianas manos en el cabello negro de ella y escucharla reír, notar cómo su vientre terso temblaba de buen humor, ver cómo sus ojos se iluminaban y sus labios se abrían para mostrar los dientes manchados por el té, oler su piel tras hacer el amor, hablar de todo y de nada mientras compartían dulces y anécdotas...
Bien, tal vez sí fuese amor, al fin y al cabo.
Un día había regresado a su hogar tras una tarde de delicias junto a Charusheela y, con buena disposición de espíritu, se encaminó hacia su laboratorio. Allí encontró una escena insólita: la joven Devangi se inclinaba sobre uno de los libros que él no hubiese debido dejar abiertos y ella no hubiese debido poder leer, con expresión concentrada. Se acercó a su jovencísima esposa y ella ni siquiera le oyó aproximarse, embebida con la obra. Hasta la fecha siempre la había visto quedarse rígida ante su mera presencia, como un gato que presiente un golpe.
Le puso la mano en el hombro, y entonces sí que la niña saltó como un animal acorralado.
Devangi le miró con ojos desorbitados por el miedo, intentando fingir una tranquilidad que no sentía. Al parecer creía que la había pillado en falta.
-Esposo -musitó ella.
-¿Qué estabas haciendo? -le preguntó él sin expresión. Ella recuperó el control de sus nervios. Sólo era una niña, pero alguien le había enseñado a ponerse la máscara de la indiferencia. Lo hacía cada vez que estaba realmente asustada, así que para él era igualmente delatora, no obstante. Su rostro en blanco le devolvió una mirada vacía. Ella estaba intentando descubrir qué debía decirle, pero al final se decantó por la verdad. No había mentira capaz de cubrir lo ocurrido.
-Leía, esposo -dijo en voz tan controlada que lo mismo hubiese podido tartamudear.
-Leías -repitió él. Ojeó el atado de pergaminos que ella tenía ante sí: estaba escrito en su lenguaje natal, el idioma de la tierra de los magos. Ella no hubiese debido poder descifrarlo-. Lee entonces en voz alta -la desafió.
Devangi miró de nuevo a su esposo con una pizca de sus verdaderas emociones asomando: incertidumbre, asombro, miedo, esperanza. Parpadeó y sólo quedó el color de sus ojos para animar una cara de muñeca de cera. Se inclinó sobre el escrito y empezó a leer para él.
Dos cosas le llamaron la atención: ella había aprendido un idioma sin maestro, había recorrido los jeroglícos de la tierra natal de él sin que nadie le guiase en su aprendizaje; y había adquirido un acento espantoso. Al final le pidió, disgustado por la forma en que el infantil sonsonete de la adolescente destrozaba su lengua, que le tradujera lo que entendía.
La viva inteligencia de su esposa le dejó ligeramente atónito, todo lo que algo pudiese sorprender a un hombre como él. El cinismo no podía cegarle a las virtudes de la muchacha, cuyos pechos comenzaban ya a despuntar por debajo de la seda de su túnica. La joven era cada día más bonita, y pronto sería una auténtica belleza; pero eso no era nada comparado con su sed de conocimientos, y su capacidad de absorberlos. Dhir comenzó a darle clases, dejó de encargarle tantas faenas domésticas -pero no todas, ya que de algo debía servirle estar casado con la niña-, y la ayudó lentamente a dar sus primeros pasos en el camino del saber. Devangi hubiese pasado días enteros bailando o estudiando, descuidando todo lo demás, pero él no se lo permitía. Fue un tutor severo para ella, puesto que con Devangi redescubrió el placer de la enseñanza, y ella parecía aprender más cuanto más la forzaba. Pasaban los días, las semanas, los meses, y la muchacha dejaba de ser niña y se iba formando como mujer.
Por aquel entonces le prohibió salir de la casa. En destellos percibía lo terrible que iba a ser su belleza, y presentía que le sería mortal. La niña palidecía por la falta de luz natural directa, pero eso sólo hacía que sus ojos de gata y su cabello de tempestad pareciesen más vivos e intensos. Bailaba en los salones cuando creía que él no la veía, y la danza daba a sus movimientos gracia y soltura, evitando la clásica torpeza de los adolescentes. También le daba fuerza a sus miembros, flexibilidad a su figura cada día más curvada, fuego a sus gestos. No era excesivamente alta, nunca lo sería; pero pronto otros hombres la verían y su única apreciación de ella sería que era "perfecta".
Si hubiese sido menos inteligente, hubiese sido una cortesana de reputación. Si hubiese sido menos hermosa, una sabia reconocida. La combinación, sin embargo, era cuanto menos desafortunada: no era lo bastante estúpida como para vender sus encantos, ni lo bastante vulgar como para poder ser aceptada en los círculos más bien masculinos del saber y el poder ocultos. Devangi era excepcional en todo sentido, y eso no iba a traer más que problemas, a ella y a los demás.
Así que trató de ocultarla a toda costa, a sabiendas de que tarde o temprano fracasaría y esto sería fuente de grandes desgracias. En ocasiones, sin embargo, cuanto más ocultas algo más rápido surge a la luz; pues intentar mantener un secreto llama la atención de aquellos a quien intentas distraer, y la ausencia de apariciones de su joven esposa no tardó en plantar la semilla de la sospecha en la mente de su rival, Ehimay. Éste le había robado posición, fortuna, éxito, pero cual hombre poseído por la locura del poder, deseaba más y más. La envidia debía corroerle por lo poco que Dhir Sushant poseía que él todavía no: el conocimiento arcano de cómo atar a criaturas más antiguas que el hombre, que algunos llaman demonios y otros dioses, con la mera voluntad. Dicen que los nombres tienen poder, y en aquel país la escritura se consideraba sagrada; pero no todo escrito es objeto de culto, ni todo nombre da poder. Sin embargo, el clarividente había descubierto muchas de las palabras que sí otorgaban verdadera supremacía sobre seres que la mente humana apenas puede concebir.
La lástima es que de joven había sido demasiado impaciente en su búsqueda de la magia, y su carne llevaba ahora la marca de la corrupción que indicaba que se había vendido a los que estaban más allá del tiempo. Nunca podría utilizar las palabras de poder, puesto que se había colocado, atolondradamente, a merced de aquellos a quienes pretendiera en una época dominar cuando pactó con ellos. Había ganado fuerza, sí. Pero el precio había sido desproporcionado, y sólo ahora, cuando era demasiado tarde, lamentaba aquello.
Había inculcado en la mente de su pupila bien claro el precio de intentar lograr las más altas cotas sin estar preparado. Había exhibido sus manos deformes ante ella, y había visto claro el horror en sus ojos verdes que intentaban disimular en vano su repugnancia con la máscara de la impasibilidad. Ella sabía, y no caería en sus propios errores.
Respiró hondo, combatiendo un dolor creciente como una punzada de fuego en sus pulmones. Tosió sangre negra mezclada con bilis. Le quedaba poco tiempo...
Hacía tanto que se había acostumbrado a jugar con fuego en cada uno de sus encuentros con Charusheela que ni se le había pasado por la mente que aquel despreciable Ehimay le atacaría a través de ella. Aquella tarde se habían encontrado y él había notado que los labios de ella estaban más rojos y brillantes que nunca, y ella le había confesado entre risas que probaba un nuevo cosmético. Él había jugado a limpiar la boca de la dama con sus besos ávidos, y se había perdido entre sus sedas y caricias...
Y repentinamente, ella se había quedado rígida en sus brazos, y había empezado a vomitar sangre. Las lágrimas brotaron de sus hermosos ojos desorbitados, y en unos instantes todo cuanto quedaba de su amante apasionada era un cuerpo que se enfriaba rápidamente, mientras los últimos espasmos parodiaban un simulacro de vida.
Comprendió entonces que la habían envenenado. Y lo más irónico era que ni siquiera era por sus infidelidades, sino simplemente para quitarle a él de enmedio, para matarle y dejar su puesto a Ehimay. No podía deshacerse de los efectos de la ponzoña, que ya había llegado a su sangre entre delicias de enamorados imprudentes.
Corrió a su hogar, donde su esposa le aguardaba. Devangi, pobre muchacha ingenua, era ya una mujer, y Dhir Sushant no se hacía ilusiones sobre cuál sería el destino de la joven si caía en manos del Rajá o de su consejero brujo: aliviaría la lascivia de uno o sería sacrificada en repulsivos altares por el otro. Pero no, sin duda ella era el premio que el malnacido de Ehimay había prometido al gobernante a cambio de que hiciera la vista gorda respecto al asesinato de uno de sus nobles, de forma que el consejero pudiese hacerse con sus codiciados libros...
-Me muero, esposa -dijo en voz baja a Devangi-. El consejero del Rajá ha mostrado tu belleza al Khan, y éste te hará su esclava si te pone la mano encima. No hables -añadió, viendo que la muchacha iba a interrumpirle-. No me queda mucho tiempo. Escucha, tras la chimenea hay un pasaje. Atraviesa toda la ciudad real hasta las afueras, por donde podrás huir sin ser vista por nadie. Llévate contigo una capa para cubrirte y estas faldas de bailarina; la gente creerá que eres una artista y serás menos molestada por ello... cuídate del deseo de los hombres, te cortarán el cuello para poseerte si creen que así lograrán satisfacer sus ansias de tu carne... -inspiró hondo y contó sus propios latidos hasta que pudo soportar la agonía de seguir hablando-. Sedúcelos si te hace falta, miente, roba, mata si tienes que defenderte, pero no hagas tratos con demonios... salen más caros de lo que valen, siempre...
Alzó la vista entonces al notar algo húmedo que le caía en la mano. Devangi se había inclinado sobre él, y estaba llorando. Aquello le sorprendió de veras: al parecer ella había superado lo suficiente su miedo como para cobrarle afecto. Su esposa se inclinó entonces y le besó la frente. El sabio sonrió débilmente.
-No hagas eso... hasta mi sudor debe tener rastros de veneno ahora... el veneno que ha matado a mi amante -ella asintió, pues él nunca había ocultado que buscaba su satisfacción carnal en otra mujer-. En estas sedas están bordados los secretos por los que Ehimay me ha matado... pobre estúpido, cree que le servirán de algo... Pero está tan corrupto como yo, y no podría utilizarlos... Absurdo, ¿verdad? -cada vez le costaba más respirar-. Matar a dos personas por algo que de no le será de ninguna utilidad... Guarda el secreto de tu falda celosamente, está incompleto... todavía... Toda mi búsqueda del saber no pudo encontrar las últimas palabras clave, aunque tampoco hubiese podido utilizarlas... Quizás... tú... puedas ser diferente... mejor... -tosió de nuevo-. Vete ahora, niña, vete, esposa mía, mi niña-diosa... Y no olvides que Ehimay recurrirá a hombres y demonios para lograr lo que te llevas contigo... No dejes de huir, no pares de correr, no vuelvas la vista atrás...
Cerró los ojos con fuerza, y notó que ella le abrazaba apretadamente. No correspondió al abrazo: no le quedaban fuerzas para ello.
-Adiós -le dijo ella con voz entrecortada-. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí.
Él quiso decirle que no había hecho nada por ella, que simplemente era la única venganza que podía tomarse de Ehimay: robarle su triunfo total. Pero no lo hizo. Quizás porque ya le dolía demasiado hablar; quizás porque, en el fondo, él también le había cogido cariño a aquella muchacha que se movía cual sombra silenciosa y discreta por las salas de su hogar.
Ahora estaba solo, sentado en la oscuridad, esperando los pasos marciales de los soldados que vendrían a despojar su mansión de todos los secretos. Sonrió lúgubremente. Ya no oía la huída de Devangi por el pasillo secreto, y pronto, muy pronto...
Su cuerpo se estaba quedando rígido y frío, pero al contrario que la dulce y difunta Charusheela, él seguía manteniendo su mente viva e intacta. Supo en qué momento preciso derribaron sus puertas, en qué instante las botas hoyaron sus alfombras bordadas traídas de lejanas tierras, y entonces invocó por última vez todo su poder, sin mesura ni contención.
Todo se disolvió en una última visión de fuego.
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-¿El palacio estalló?
-Sí, mi señor. Los que habían logrado entrar quedaron atrapados en un infierno de llamas. No pudimos sacar ni una miserable cuchara... Nadie hubiese podido sobrevivir a eso. El brujo y su esposa murieron.
Dhir Sushant flotaba en el éter, y aquella imagen molesta, aquellas voces, le impedían marchar por completo todavía, a donde le esperaba sonriente su amada. Se preguntó con irritación por qué la realidad seguía atándole al plano mortal.
-No me lo creo. Ese hijo de una perra callejera no hubiese quemado todos sus logros. Así son los magos, maldita sea su alma... no dejan que el saber se evapore, por muchos riesgos que entrañe. Ella tiene que estar viva. Ella está viva, y tiene que saber dónde ocultó sus notas esa serpiente escurridiza de Sushant...
El mago muerto rió de forma imperceptible, burlona y largamente.
Todo iba según lo previsto, y había plantado una dura espina en la garganta de su rival. Cuando ya se deleitaba con el triunfo, se encontraba con que éste se le atragantaba.
Y eso estaba muy, muy bien.
2 comentarios:
La venganza de un mago justo antes de la muerte...
sigo sin quedarme con los nombres :(
Pero el argumento queda bastante claro y bien. No renuncies a un personaje que te has molestado en construir, de fantasma cabron queda aparente.
R.
¿Y por qué no se encuentra con Willy Fog y le ayuda a ganar esa apuesta tan Dandy?
XDDD!
Bromas aparte que el relato está muy bien. Me gusta. Por mi puedes dejarlo por terminado. (Reconozco que los finales abiertos me molan)
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