jueves, enero 29, 2004

EL PATÉ DE LA DISCORDIA Y OTROS CUENTOS

¡Hola otra vez! Err... ¿Alguien está leyendo esto? Bueno, sí, dos personas... Sigh.

De nuevo estoy aquí, después de dos días totalmente encamada por los peores motivos: resfriado más lo del mes. Odio ser mujer... Obviamente, nada de demasiado interés me ha pasado, excepto el desarrollo de una terrible adicción por los solitarios, que he descubierto que son terriblemente viciosos. ¡Otra cartita, marchaaaaaaaaaaaaaando! En fin, como decía mi abuela, más vale tener unos cuantos pequeños vicios evidentes que uno bien grande y secreto. Creo que de mis vicios todo el mundo está enterado... Y hablando de ello, he aquí otro: los gatos. Como esas pequeñas bestias peludas de aire desdeñoso sencillamente me enamoran, no puedo evitar escribir sobre ellas. Se me cuelan por todas partes, en especial en el corazón. Y de muestra, un botón: ahí va el e-mail masivo que envié a mis amigos, por allá por el 12 de Septiembre del 2003. Con todos ustedes...


EL PATÉ DE LA DISCORDIA Y OTROS CUENTOS


Basado, como siempre, en hechos reales. Si el anterior mensaje fue sobre mis aventuras con esa fauna conocida como buitragos (gracias, Yatsu no tôri, por el término; sabía que podía contar con tus excelentes dotes como traductora), éste trata de gatos. Los seres más bonitos del mundo, y de los que el Hospitalet, para mi inmenso deleite, parece estar lleno.

Que me vuelven loca los gatos es un tema fuera de discusión; basta mostrarme una imagen de un gato de cinco metros atacando un coche para arrancarme un sentido "¡¡¡Qué moooooono!!!". Puedo tirarme horas muertas mirando a las "vaquitas" de enfrente corretear por la fábrica derruida que hay bajo mi ventana. El primer dibujo de un hombre que me pareció atractivo era el famoso Hombre Tigre de Magic, con esas rayas por todo el cuerpo y dibujado por ese estupendo ilustrador que es Brom, al que agradezco que dibuje tíos tan sensuales comos sus mujeres. Con este dibujo en concreto me quedé una semana tonta, hasta que tuve el buen sentido de preguntarle a mi madre : "Mamá, ¿qué harías tú si tu marido se convirtiese en tigre una vez al mes?". Con cierta inocencia, yo había extrapolado al Hombre tigre con los más comunes Hombres Lobo. Mi madre, en un arranque de genialidad y con indudable sentido común, respondió sin inmutarse: "Mira, mientras no se hiciese pipí en las alfombras...". Puedo asegurar que mi fijación con cierto personaje pasó en aquel momento a mejor vida, entre estruendosas carcajadas. El dibujo, no obstante, me sigue pareciendo uno de los más sexys que he visto. Aún espero que esa carta llegue a mis manos...

Pero a lo que íbamos: me gustan los gatos. Me gustan mucho los gatos. Adoro a los gatos. Me gusta verlos corretear, agazapados al acecho, tendidos indolentemente al sol, paseando por la calle con una mirada de desprecio que deja chiquitos a los quiyos de barrio, incluso me gusta que me persiga por el pasillo el simulacro de gato que tengo, cazándome con fiereza los tobillos y tratando de lucir unos instintos de los que habitualmente carece. Muestra de lo mucho que me gustan es que siento afecto por el pequeño Cabrón (que es lo más parecido a un nombre que tiene; me niego a llamarlo "Gato" porque es muy poco felino, y si no decidme, ¿quién ha visto nunca un gato que caiga de lado?), a pesar de lo poco que hace por merecerlo, y de que ni siquiera ronronea. Yo insisto en que va a pilas: lo único normal que hace es comer y hacer caca, no ha hecho falta castrarlo porque nunca entra en celo ni marca territorio... Vale, eso es muy práctico, pero me da la deprimente sensación de estar viviendo en cierta novela de Phillip K. Dick...

Por suerte, para resarcirme de mi vida con el gato eléctrico (¿Sueñan los androides con gatos eléctricos?), por debajo de mi ventana existe una auténtica tierra prometida de los gatos, con los animalitos callejeros más saludables y bastardos que he visto jamás. No pasa un mes sin que una gata no pasee una inmensa panza, ni temporada sin que se los oiga discutir a maullido pelado, incluso tapan el ruido de las discusiones matrimonial-marujiles de mis vecinos. Toda la comunidad felina luce un pelaje blanco y negro que les ha valido la definición cariñosa de "vaquitas", salvo al papá grandote, que lleva el "macho alfa" escrito en la frente, que dirige ese cotarro patriarcal con garra de hierro, y al que llamamos, a secas, el "dinosaurio", no tanto por su edad como por lo inmenso de sus proporciones.

También tengo a la preciosa gatita negra que se cruza en mi camino cada vez que voy al trabajo para darme los buenos días y un poco de buena suerte, el "gato enmascarado" que vive junto a la iglesia, y tantos otros... Vamos, que vivo rodeada de gatos. Gatos grandes, gatos pequeños, gatos negros, gatos a rayas, vaquitas y dinosaurios, cachorros de gato y gatos centenarios, y un gato de imitación. Éste último, por cierto, pide comida cuando cocino pero luego no se la sabe comer, para mi gran desconsuelo. Lo único que devora con saña es el paté con el que acompaño, ocasionalmente, mis tostadas, un vicio de infancia que nunca me he quitado del todo.

Ayer, aprovechando que era fiesta (¿existe un Murfy para los gatos?), el pobre animal se quedó sin comida. Hoy nos ha echado una bronca de maullidos que derretiría el corazón más fiero, pero como somos unos vagos aun no hemos ido a comprarle suministros. Pobre. Con cierta compasión por sus descuidados motores, le ofrecí de mi propio paté (la Piara, que no es muy bueno, en mi humilde opinión). El gato se lió a lamerme el dedo con auténtica fruición (eso sí, Dios nos libre de que comiera del suelo, sólo de mis manos). Para demostrar lo contento que había quedado, me ha hecho una demostración erótico-festiva de su amor por mis zapatillas, ronroneo (¡¡¡ueeeee!!!) incluído... Si aún le enseñaré a ser gato y todo. Desde que vivo aquí, y me froto contra mi hombre, ha aprendido a frotarse él también...

Y entonces, me quedé con medio pote de paté en las manos y una terrible duda existencial: ¿qué hacer con el resto? Mi marido, con cara de certeza, me dijo: "no irás a comerte eso después de haber metido el dedo dentro..." No le respondí que eso era lo que pensaba hacer, teniendo en cuenta que no había metido ningún dedo babeado y que no sería la primera vez... Si no que me puse 100% hipócrita y respondí, en un hilo de voz: "¿Qué hago? Es que me da pena tirarlo...". Así comienza la deleitosa historia del Paté de la Discordia. "Glorioso Caos", y todo eso...

Con brazo certero se lo lancé a las vaquitas de abajo, pobres, no dejaban de mirar hacia las ventanas con una cara de hambre que daría vergüenza a un superviviente de Auschwitz. Pensando que, como tienen un jerarquía montada, encontrarían la forma de repartírselo...

Ja. La que se montó en segundos. He visto pirañas menos competitivas y ansiosas. Echaron a correr con tanto entusiasmo y liaron una tan grande que le dieron la vuelta al pote. Una de las vaquitas jóvenes se adueñó del tarro y se impuso incluso al imponente dinosaurio. Madre mía, qué espectáculo: un animalito de dos palmos manteniendo a raya a una comunidad de 15 gatos. Con dos cojones (o no). Tratando de darle la vuelta al tarro mientras peleaba fieramente por conservar esa diminuta reserva de paté. Devorando con un entusiasmo que rayaba en violencia todo lo que podía.

Ante esta muestra de combatividad, me he quedado pensativa: yo trataba de ser una benefactora, y me he convertido en la Eris de los gatos. Lo que lancé, sin duda, fue el Paté de la Discordia. La consecuencia fue una guerra tribal digna de una Troya felina, ruinas incluidas.

Creo que, la próxima vez, les arrojaré un caballo de madera. A lo mejor le dan algún uso, no sé...


Un beso,

La Secretaria Salvaje, aka L Gato, aka Eris

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